Durante la mayor parte de mi carrera, programar ha sido cuestión de paciencia. Te sientas frente a la pantalla, trazas una idea, la divides en tareas y luego la trabajas línea por línea. Todo desarrollador conoce el ritmo: escribir, compilar, depurar, repetir. Aceptas que los prototipos tomen meses, que depurar sea una especie de trabajo de detective solitario, y que lanzar algo nuevo tiene tanto que ver con la resistencia como con el talento.
Ese era el mundo que conocía, hasta que probé Claude Code.
Al principio, no esperaba mucho. Ya había jugado con chatbots antes. Podían explicar conceptos, quizá generar un fragmento de código si formulaba bien la pregunta. Útiles, pero no revolucionarios. Luego le di a Claude una tarea real, algo que normalmente me tomaría horas configurar. En minutos, había estructurado el proyecto, levantado un servidor, e incluso comenzó a observar los logs. De repente no solo respondía preguntas, estaba programando de vuelta.
La experiencia fue desconcertante en el mejor de los sentidos. Aquí había una IA que no solo escribía unas líneas de JavaScript, sino que construía sistemas funcionales de extremo a extremo. Le di mi stack —Nuxt 3, Supabase, Tailwind, a veces un crawler en Node— y manejó el trabajo pegajoso con una fluidez que me hizo detenerme y pensar: ¿cuál es exactamente mi rol ahora?
El mayor shock fue la velocidad. Proyectos que antes estimaba en seis meses ahora se veían como sprints de tres días. Un prototipo que podría haber consumido horas de código repetitivo de repente estaba frente a mí, lo suficientemente funcional como para probarlo y refinarlo.
Ese tipo de aceleración cambia tu mentalidad. En lugar de comprometerme con una hoja de ruta larga, podía permitirme jugar. Podía testear ideas medio cocidas, descartar lo que no funcionaba y aún así adelantarme al calendario. Me descubrí haciendo lo que llamé "vibe coding", dejando que la herramienta llevara el ritmo, fluyendo con ella en lugar de obsesionarme con cada detalle.
Pero la velocidad nunca es gratis. Si entregaba ideas vagas, los resultados se desviaban. A veces Claude olvidaba su propio plan, volvía a soluciones antiguas o tomaba atajos que no iban en línea con mis objetivos. Aprendí rápidamente que mientras mejor planificaba, mejores eran los resultados. Escribir una hoja de ruta detallada al inicio, casi como si hablase con un desarrollador junior, le daba a Claude una brújula. Entonces mi trabajo pasaba a ser mantenerlo en el camino.
Lo que más me sorprendió no fue el código que escribió, sino cómo depuraba. Tradicionalmente, depurar es un trabajo solitario: leer logs, escanear trazas, mirar la pantalla hasta encontrar el error sutil. Con Claude, de repente tenía compañía. Leía los logs conmigo, proponía soluciones, testeaba hipótesis y a veces encontraba patrones que yo habría pasado por alto.
No era perfecto. A veces se quedaba atascado o asumía algo incorrecto. Pero en lugar de pasar horas probando y fallando, tenía un diálogo. No estaba atrapado en mi propia cabeza. Depurar se volvió algo colaborativo, casi conversacional.
Ese cambio fue más profundo de lo que esperaba. Por primera vez, sentí que estaba aprendiendo mientras construía a toda velocidad. Decisiones arquitectónicas que antes me llevaban meses internalizar, ahora llegaban en forma comprimida, como un curso intensivo en tiempo real. La IA me empujaba a pensar como CTO: menos “¿qué código escribo?” y más “¿qué arquitectura tiene sentido y cómo hacemos este sistema resiliente?”
Es tentador imaginar que con una herramienta así, saber programar se vuelve opcional. No me lo creo. Si acaso, los fundamentos importan más ahora. Para dirigir bien a Claude, tienes que saber cuándo se desvía, cuándo un atajo no es aceptable, cuándo una respuesta parece correcta pero en realidad no lo es. Necesitas el instinto de un desarrollador para supervisar, corregir y guiar.
Eso no significa escribir cada línea tú mismo. Significa saber lo suficiente para ser un buen editor, un buen arquitecto, un buen mentor. Claude es el junior que nunca se cansa, nunca se aburre, pero a veces no ve el bosque por los árboles. Si tú no ves el bosque, estás perdido.
Aquí es donde se pone interesante. Con Claude, un pequeño grupo de desarrolladores puede lograr lo que antes requería un equipo completo. He visto prototipos que habrían tomado meses surgir en una semana. Eso no solo cambia cómo trabajamos, cambia qué decidimos construir.
Algunos proyectos que antes descartaba por demasiado grandes ahora se sienten posibles. Ideas ambiciosas que vivían en la carpeta de “algún día” ahora están al alcance. Y esa libertad es adictiva. Dejas de pensar qué es realista en seis meses y empiezas a preguntarte qué es posible en tres días.
También plantea preguntas incómodas. Si puedo crear una herramienta personalizada en media hora, ¿qué sentido tiene pagar $50 al mes por un SaaS genérico? Categorías enteras de software comienzan a parecer frágiles cuando una sola persona puede construir alternativas adaptadas más rápido de lo que puede suscribirse.
¿Qué pasa cuando varios desarrolladores, cada uno con su propio asistente de IA, trabajan juntos en un equipo? Aún no está claro. Antes, colaborar era dividir tareas, compartir contexto, fusionar código. Si ahora cada uno tiene una IA que estructura, depura y escribe tests, la dinámica cambiará. ¿Hará el trabajo en equipo más fluido o generará fricción cuando los asistentes interpreten instrucciones de forma diferente? Aún no lo sabemos.
Pero sospecho que el rol del desarrollador se desplazará hacia la orquestación: asegurar que la dirección del proyecto se mantenga coherente mientras la IA ejecuta. Menos tiempo en los detalles, más en asegurarse de que todo crezca en la dirección correcta.
Para mí, el verdadero punto de inflexión fue ver a Claude orquestar todo mi stack: backend en Supabase, funciones edge, base de datos y frontend, como si entendiera el panorama completo. Ese fue el momento en que me di cuenta de que esto no era un juguete. Era una revolución en cómo se construye software.
Se sintió como conectar mi cerebro directamente a la máquina. Todos esos proyectos paralelos e ideas archivadas durante años, de repente, eran reales. Prototipos en días, no meses. Fue emocionante, un poco aterrador y muy humilde.
No creo que programar vaya a desaparecer. Pero sí creo que la definición de “ser desarrollador” está cambiando. Es menos sobre teclear y más sobre pensar con claridad, planificar bien y gestionar el diálogo entre intención humana y ejecución automática.
Para consultores independientes como yo, es una oportunidad para jugar en ligas mayores. Para startups, es una forma nueva de superar a los gigantes. Para las grandes empresas, es una disrupción imposible de ignorar.
El futuro del desarrollo no pertenecerá a quienes teclean más rápido, sino a quienes se comuniquen mejor con la máquina que ahora también programa.
Y yo, por mi parte, no pienso mirar atrás.
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